La Jornada, 25 de agosto de 2009
Fue una misión de purificación, una acción noble. Se trataba de acabar con los pukuj (clase de demonio en tzotzil) y con los gusanos que contaminaban el pueblo. Por eso se prepararon para atacar Acteal un día después. Era el 21 de diciembre de 1997.
Ese día, los paramilitares se reunieron en la población de Pechiquil. Hasta allí llegaron priístas de las comunidades Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canonal, todas del municipio de San Pedro Chenalhó. Los mandos les dieron la orden de ir bien desayunados al día siguiente, y de disponerse a cargar el café pizcado por las futuras víctimas. La cosecha del aromático había comenzado apenas en noviembre. Para darse valor y no fallar en el trabajo, se prepararon con trago, drogas, rezos y ceremonia. Dijeron: “la sangre purifica” y se aprestaron a celebrar la masacre.
El 22 de diciembre unas 350 personas oraban en la explanada de un cafetal que les servía de refugio, junto a la ermita católica del lugar. Era su tercer día sin probar bocado. Creían que el ayuno y la oración servirían para expulsar los pukuj. En su mayoría eran ancianos, mujeres y niños. Formaban parte de la organización civil pacifista Las Abejas.
Ese día unos 80 paramilitares los atacaron con armas largas. Vestían de negro y de azul, a la usanza de la policía de Seguridad Pública. Algunos llevaban paliacates rojos en la cabeza. Varios fueron trasladados por el camión del ayuntamiento. A otros más los condujo desde Los Chorros un vehículo resguardado por la policía estatal.
Casi a las 11 de la mañana se comenzaron a escuchar disparos. Las balas de los AK-47 atravesaron las tablas y alcanzaron la imagen de la Virgen de Guadalupe; también los cuerpos de muchos de sus creyentes. Los niños lloraban. Los ayunantes trataron de huir y esconderse. “Era una lluvia de balas espantosa”, contó uno de los sobrevivientes. El saldo trágico es conocido: 45 asesinados, todos integrantes de Las Abejas.
Cerca de las seis de la tarde, los asesinos regresaron a celebrar su hazaña. Ese día hubo fiesta. Durante todo ese tiempo, policías y sus jefes permanecieron a escasos 200 metros sin intervenir, mientras varias dependencias gubernamentales negaban que sucediera nada. Ya en la cárcel, Pedro, un joven tzeltal paramilitar, con lágrimas en los ojos por tanto niño muerto, le dijo a su jefe Tomás Pérez: “pero no me fallé, cumplí con mi trabajo”...