La Jornada, 29 de octubre de 2013
Como los cangrejos, el gobierno federal y el Congreso de la Unión caminan hacia atrás en materia de instrucción pública. A contracorriente de lo que sucede en los países democráticos, donde la descentralización de la administración pública es la tendencia dominante, primero acordaron centralizar la evaluación, luego la política educativa, para rematar, ahora, con la nómina de los trabajadores de la educación.
No es un hecho aislado. La obsesión centralizadora del gobierno de Enrique Peña Nieto y el Pacto por México parece no tener límite. Los gobernadores desfilan por las oficinas de Luis Videgaray para negociar sus presupuestos, en lugar de hacerlo con el Poder Legislativo. Unilateralmente, ha establecido una política de contratación masiva y centralizada de bienes y servicios, medicamentos incluidos, mediante compras consolidadas, contratos marco y subastas en reversa.
Finalmente, en lo que constituye un grave asalto al pacto federal, se dispone a desaparecer los institutos electorales de los estados y a sustituirlos por uno de competencia nacional.
La decisión de que el gobierno federal quite a los estados el control sobre el pago de nómina a los maestros de educación básica fue justificada en nombre de la transparencia, del afán por evitar la duplicidad de plazas y de la decisión de cancelar la doble negociación gremial.
La medida fue anunciada por el jefe del Ejecutivo el pasado 19 de agosto, durante el inicio del ciclo escolar 2013-2014, en Xochitepec, Morelos. Peña Nieto advirtió allí que se revisaría a fondo el financiamiento de la educación pública”, derivado de la descentralización educativa de 1992.A 20 años de distancia, la federalización del pago de los maestros y las insuficientes transferencias de recursos federales han debilitado las finanzas estatales y acentuado importantes inequidades entre las entidades federativas, señaló.
En los hechos, la recentralización es la expedición del certificado de defunción del Acuerdo para la Modernización de la Educación Básica. Es, por tanto, la confesión pública del fracaso de una política que hizo de la descentralización la panacea a todos los males de la enseñanza en el país.
Efectivamente, desde comienzos de los años 80 del siglo pasado, la descentralización se convirtió en una obsesión gubernamental. El diagnóstico oficial asoció el bajo nivel educativo con la centralización, hasta equiparar automáticamente descentralización con mejoramiento pedagógico...