La jornada, 23 de septiembre de 2003
Antes de partir rumbo a su cita con la muerte en Cancún, Lee Kyung Hae visitó la tumba de su esposa y cortó el césped. El 9 de septiembre cargó, junto con sus compañeros coreanos, el ataúd de la OMC por las calles de la ciudad del nido de las serpientes, mientras repartía su testamento político. Un día después, en Chusok -fecha para celebrar a los difuntos-, trepó la valla que separaba a la multitud de la reunión palaciega, arengó a los presentes y se clavó su pequeña navaja suiza en el pecho. Portaba un letrero que decía: La OMC mata campesinos.
El señor Lee escogió el momento de su muerte, de la misma manera que decidió su misión en la vida. Según su hermana mayor, Lee Kyang, "lo más importante para él eran los campesinos, sus padres y sus tres hijas". Su inmolación fue un acto ejemplar, la representación dramática de cómo la OMC efectivamente mata campesinos.
Aunque los suicidios entre los pequeños productores rurales del mundo son una plaga, a muy pocos medios de comunicación parecen preocuparles. Más de mil campesinos se mataron en India entre 1998 y 1999. Muchos lo hicieron bebiendo insecticida. En Inglaterra y Canadá la tasa de suicidios entre agricultores es el doble de la del resto de la población. En Gales se quita la vida un granjero cada semana. En el medio oeste de Estados Unidos el suicidio es la quinta causa de muerte entre los agricultores familiares. En China los campesinos son el grupo social con mayor nivel de suicidios. En Australia el número de inmolaciones de productores rurales es similar al de fallecimientos provocados por accidentes laborales. Fue necesario que el señor Lee se quitara la vida para que este asunto comenzara a ser tratado en la prensa comercial.
Pero su sacrificio ha sido juzgado con incomprensión y ligereza. El peso de la tradición cristiana ha impedido ver su generosidad. Fue sólo después de ser de la Revolución Francesa cuando el suicidio fue eliminado de la lista de crímenes y se prohibió que el cadáver fuera arrastrado y enterrado sin ceremonia alguna. A pesar de ello, el Código de Derecho Canónico de la Iglesia católica de 1917 -vigente hasta 1983- privó a los suicidas de sepultura eclesiástica y honras fúnebres, pues, como afirma Tomás de Aquino en Summa: "El tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra vida más dichosa".
El suicidio, en la lógica de la Iglesia católica, usurpa el derecho divino a la vida y a la muerte. A partir del Concilio de Arbes, en el año 452, estableció que se trataba de un verdadero crimen, y más tarde durante el Concilio de Praga, año 562, se dispuso que quien se quitara la vida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa ni se entonarían salmos al momento de darle sepultura. El Concilio Vaticano II estableció que "es infamante y deshonra a quien lo comete"...