La jornada, 13 de julio de 2004
Las voces de alarma del poder suenan a amenaza. "Dejad que los muertos entierren a sus muertos", exigen unos. "Hay que enterrar el pasado y mirar al futuro", aconsejan otros. "No hay que dividir al país", exclaman algunos más.
Sus temores se han disfrazado de consejas. "Juzgar esos delitos del pasado pone en riesgo la posibilidad de sacar adelante las reformas estructurales", advierten quienes mantienen la ilusión de privatizar el sector eléctrico. "Remover las cenizas del pasado le echará más leña al fuego", avisan los modernos aprendices de brujo.
No lo dicen así, pero sus llamados al olvido buscan garantizar impunidad a los responsables de los crímenes de la guerra sucia y de las matanzas de Tlatelolco y del Jueves de Corpus. Impunidad, también, para las estructuras jurídicas y políticas y para las actitudes que posibilitaron que se cometieran esos crímenes.
Pero los crímenes sucedieron. Son un hecho inocultable. No tienen ninguna justificación. Es inadmisible que quienes los cometieron o aquellos para quienes se ejecutaron apelen a la razón de Estado o a las necesidades de la "política real" para ser perdonados. Y mientras sobrevivan sin sanción serán un peso muerto que lastra la vida del país.
En caso de escuchar los llamados a la desmemoria, el gobierno de Vicente Fox quemará las últimas reservas de autoridad moral que conserva. Un Estado que patrocina la impunidad pone en tela de juicio su propia legitimidad. Un Estado que falta a la obligación de sancionar a los responsables de crímenes de lesa humanidad se precipita a un despeñadero ético imposible de remontar.
Garantizar la impunidad del pasado es abrir las puertas a la impunidad del futuro. Si el ultraje no se sanciona, cualquiera puede ser su víctima el día de mañana. Como señaló el filósofo alemán Theodor Adorno a propósito del genocidio cometido por los nazis en el campo de Auschwitz: "Lo que fue una vez, permanece eternamente como posibilidad".
Nuestra historia reciente es el escenario de este atroz eterno retorno. Las matanzas de Acteal y Aguas Blancas, los más de 500 perredistas asesinados, fueron posibles, entre otras causas, porque nunca se castigó a los responsables de la guerra sucia, porque los homicidas de estudiantes en 1968 y 1971 están libres...