Tren Maya, desarrollo y presencia estatal

La Jornada, 03 de marzo de 2020

La pobreza y precariedad en que viven comunidades y habitantes de la Península de Yucatán no son producto de su supuesto aislamiento del mercado mundial. Desde hace más de un siglo no existe tal cosa. A través de la industria henequenera, las explotaciones forestales, las granjas porcícolas, los proyectos extractivos, el gran turismo, el territorio peninsular y sus pobladores están estrechamente integrados a éste.

Tampoco son resultado de una hipotética ausencia del Estado. Sólo quien no se ha parado en esos 180 mil kilómetros cuadrados puede decir tal cosa. La presencia estatal se extiende hasta el último rincón de la península, entre otras muchas formas más, por medio de la regulación de la vida ejidal, el crédito agrícola, el sistema público escolar y sanitario, la acción de las agencias de desarrollo, las políticas de atención a la pobreza (llámense como se llamen) y la red de agua potable, eléctrica y carretera.

Lo que explica la miseria de una parte de la población de la región no es ni la falta de “desarrollo” ni de presencia estatal, sino las modalidades que éstas han asumido. La pobreza es obra de un tipo de acumulación de capital, en que Estado y mercado se han imbricado para fabricar empresarios al calor de obras públicas y del despojo y la devastación de los recursos naturales, al tiempo que el voto de las grandes fortunas impone gobernantes y los programas sociales controlan a la población.

La causa central de la penuria y estrechez económica proviene de una matriz de “crecimiento” guiada por el capitalismo salvaje que despoja a los pueblos originarios de tierras y territorios, promueve desarrollos inmobiliarios y turísticos que depredan el medio ambiente, explota mano de obra nativa y migrante, favorece la instalación de “fábricas” de puercos, permite la producción de soya transgénica y de cultivos de invernadero abundantes agrotóxicos, que cierra los ojos ante el desmonte de la selva.

Pieza central de este prototipo es el tráfico de drogas y la industria criminal, impensables al margen del mercado mundial. No son un “accidente” ni una “anomalía”. Son parte sustancial de la maquinaria que impulsa el movimiento económico de la región. Desde las ciudades santuarios donde habitan las familias de los señores del narco hasta los grandes emprendimientos donde lavan parte de sus ganancias, pasando por las rutas de tránsito de sustancias ilícitas, el sureste es una clave del rompecabezas del negocio de las drogas en México.

Se trata de un modelo que se reproduce con el apoyo de un patrón de consumo cultural que exalta el glorioso pasado maya, pero desprecia (o folkloriza) a los mayas peninsulares del presente. Que expulsa a sus integrantes de sus comunidades para convertirlos en jornaleros, recamaristas, botones, meseros y sexoservidoras. Que no respeta su derecho a la libre determinación. Que frena su reconstitución como pueblos, reconociendo autoridades ejidales, pero no les permite manejar sus asuntos como ellos quieren a través de la autonomía...