CNI, volar todos juntos

La Jornada, 01 de noviembre de 2016

El consumo de vino en México se ha incrementado en los pasados 10 años. Sus consumidores han aumentado significativamente. El caldo ha dejado de ser una bebida de ejecutivos con alto poder adquisitivo y cada vez más mujeres y jóvenes lo ingieren.

Pero detrás de algunas de las copas de vino que se degustan en el país hay una amarga historia de expolio. Cerca de 30 por ciento de la producción nacional proviene de Baja California. Y allí, la empresa vinícola LA Cetto, una de las más importantes del país, despojó e invadió tierras pertenecientes al pueblo kiliwa y pretende apropiarse de terrenos nacionales que no son suyos.

Los kiliwas son uno de los cinco pueblos originarios de lo que hoy es Baja California. La compañía LA Cetto pretende adjudicarse terrenos nacionales en posesión de los indígenas. Los viticultores cuentan con la complicidad de la Procuraduría Agraria, que ha extraviado en dos ocasiones los expedientes que dan la razón a los pobladores nativos.

Según denunció el jefe kiliwa Elías Espinoza Álvarez, son las propias autoridades agrarias las que ejercen presión sobre los indígenas para que cedamos ante los empresarios y aceptemos condiciones injustas e inequitativas en contratos.

Por si eso fuera poco, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) brinda a esa empresa un trato preferencial, pues le otorgó autorización para perforar un pozo de agua para consumo humano, mientras se lo niega a los indígenas. Y, por si fuera poco, LA Cetto cerró el derecho de vía que por siempre han usado los pobladores.

Algo similar acontece con vegetales y frutas de exportación cultivados con la mano de obra indígena en Michoacán, Sinaloa y Baja California. Detrás de las fresas, arándanos, zarzamoras y frambuesas, de las arúgulas, radicchios, escarolas y endivias, de las diversas variedades de tomate que sirven de ingredientes para elaborar suculentos platillos, se esconde un largo memorial de agravios.

Los nombres de las compañías y empresarios que cosechan las riquezas de esos manjares son conocidas. Ese es el caso del, hasta hace poco tiempo, secretario de Desarrollo Rural de Guanajuato, Javier Usabiaga, apodado el Rey del ajo. O de la trasnacional Driscolls, intermitentemente en jaque por los boicots a que se convoca en su contra.

Los jornaleros indígenas que siembran esas riquezas gastronómicas sufren una explotación emparentada con la que sus ancestros vivieron en el porfiriato. Los salarios de hambre y jornadas de trabajo interminables son la regla. Carecen de vacaciones pagadas, seguridad social y días de descanso. En lugar de ir a la escuela, sus hijos pequeños labran con ellos los campos. Lo usual es que vivan hacinados en barracas o en modestas viviendas que carecen de servicios básicos. El agua potable acostumbra ser un lujo...