La Jornada, 09 de mayo de 2017
Rob McEwen es un próspero empresario canadiense. Es director y propietario en jefe de la minera McEwen Mining, compañía con fuertes inversiones en México. Es el centésimo hombre más rico de Canadá y un firme creyente en el oro.
En abril de 2015 sufrió un duro golpe. Un comando asaltó la mina El Gallo 1, ubicada en la zona serrana de Mocorito, Sinaloa, y robó 198 kilos de oro. Los ladrones se llevaron 8.4 millones de dólares. Se trató del hurto de oro más grande en México, y el cuarto asalto más importante registrado en la historia en peso.
Dos días después, McEwen dio una entrevista a la televisora canadiense Business News Network. Sin pelos en la lengua confesó: “Los cárteles están activos ahí. Generalmente tenemos una buena relación con ellos. Si queremos ir a explorar a algún lado, les preguntamos, y te dicen: ‘No, pero regresen en un par de semanas y terminamos lo que estamos haciendo’”.
Las declaraciones levantaron una intensa polémica. Tres días más tarde, McEwan se retractó y ofreció disculpas por el malentendido que creó la impresión totalmente falsa entre los medios mexicanos de que teníamos contacto regular con elementos criminales en su sociedad.
El hecho dista de ser un incidente aislado. Muestra la compleja relación que se ha entablado en México entre las empresas mineras y el crimen organizado. Una relación que tiene varias facetas: la abierta colaboración entre ambos negocios, la conversión de narcotraficantes en empresarios del sector, y la extorsión y el robo de los cárteles a las compañías.
Narcotraficantes y mineros comparten territorios y rutas de traslado de su producción. Muchos depósitos de mineras se encuentran en regiones productoras de amapola y mariguana, o en lugares en los que se cocinan drogas químicas. Ambos tienen sus propios ejércitos privados o guardias de seguridad. En ocasiones, los mineros mantienen relaciones de entendimiento y colaboración con los sicarios que operan en remotas serranías.
Los narcos se encargan de limpiar el terreno para que las empresas extraigan los minerales, despoblando comunidades o disuadiendo a los habitantes inconformes con las explotaciones.
En no pocos lugares, de común acuerdo con los empresarios, cobran a los trabajadores un impuesto de cooperación para tener derecho a laborar en la mina, y a los poblados una cuota por las regalías que las minas deben pagar a los poblados donde se asientan.
El crimen organizado ha encontrado en la minería una próspera actividad económica, ya sea para lavar las ganancias producto de la venta de estupefacientes o como una forma de diversificar sus negocios. Obtienen de paso legitimidad social y política...