La jornada, 29 de abril de 2003
Como esos toreros que culminan una gran faena pinchando en hueso a la hora de matar, así remató el movimiento campesino la más importante movilización contra la apertura comercial en el agro realizada en años. Los líderes rurales perdieron en la mesa de negociación con el gobierno lo que habían ganado en las calles, carreteras y plazas públicas.
Las organizaciones campesinas nacionales lograron en unos cuantos meses poner los problemas del agro en el centro del debate político nacional, forjar una amplia unidad de acción nunca antes vista, ganar a la opinión pública a su causa, converger con una parte significativa del movimiento sindical y obtener el apoyo del episcopado. Sin embargo, perdieron, en pocos días, la resolución de sus demandas centrales: revisión del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y del artículo 27 constitucional y reorientación de la política hacia el campo.
Curiosa paradoja: en plena época de cambio, con un gobierno sin bases rurales y de cara a unas elecciones críticas, con una fuerza y un respaldo como el que no han tenido en décadas, las asociaciones de productores negociaron como si tuvieran delante a un gobierno del PRI, como si la rebelión zapatista no hubiera abierto un horizonte de lucha mucho más amplio y como si los ejidatarios de Atenco no hubieran dado una lección.
Obtuvieron a cambio, según ellas mismas reconocieron durante la ceremonia oficial de firma del acuerdo, pequeñas concesiones. Pequeñas en comparación no con un programa máximo de derrota del neoliberalismo, sino con algo mucho más modesto: las aspiraciones que los dirigentes dijeron tener públicamente en declaraciones a la prensa y documentos; pequeñas, en relación con las necesidades del campo, los campesinos y la agricultura nacional; pequeñas en función de las propuestas para las que pidieron la solidaridad de muchos; pequeñas si se les mide con la vara de los recursos y concesiones que este gobierno ha otorgado a los grandes empresarios.
Es cierto que en ocasiones esas pequeñas conquistas pueden significar mucho para las organizaciones campesinas. Para fuerzas agobiadas por la escasez de recursos, un modesto programa de apoyo a la organización para la comercialización puede representar la diferencia entre la sobrevivencia y la desaparición.
Además, a diferencia de los sindicatos obreros que perciben cuotas de sus afiliados, o de los partidos políticos que tienen acceso a subvenciones públicas, las centrales rurales deben financiar su funcionamiento con dinero que obtienen del gobierno (y esporádicamente de fundaciones), usualmente destinado a actividades relacionadas con la capacitación o el extensionismo. Se encuentran así en una situación muy precaria. Y, para muchas de ellas, cualquier posibilidad de remontar esta debilidad pecuniaria es bienvenida, aunque no represente un avance en la satisfacción de las necesidades de sus afiliados. Esta circunstancia se hace mucho más dramática porque muchas de las acciones de protesta que han realizado en el pasado han tenido como consecuencia que se giren órdenes de aprehensión en contra de dirigentes. La amenaza de ejecutar las denuncias penales funciona como verdaderas espadas de Damocles sobre sus cabezas y los coloca en gran desventaja frente a las autoridades...