La Jornada, 06 de octubre de 2009
En algunas de las más remotas y pobres comunidades rurales de sierras y montañas del país se levantan grandes casas, construidas de ladrillo, varilla y cemento, que tienen antenas parabólicas. Por sus caminos circulan camionetas suburbanas de modelos recientes. En algunos casos, esos islotes de lujo, rodeados de un mar de escasez, son propiedad de migrantes que han logrado acumular pequeñas fortunas en Estados Unidos. En otros son testimonio de la riqueza que deja el narcotráfico.
La relación del narcotráfico y la sociedad rural es estrecha y se ha intensificado aún más a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) que devastó la producción agropecuaria nacional. Desde hace muchos años se siembra mariguana y amapola en Chihuahua, Durango, Sonora, Guerrero, Oaxaca, Veracruz, Oaxaca, Chiapas y Morelos. Pero en los pasados 15 años esta actividad se ha intensificado.
Los campesinos y jornaleros que siembran y cosechan los plantíos son gente del campo. Una parte nada despreciable de camellos, gatilleros y operadores del narco son jóvenes, hijos de labriegos. Montos considerables de dinero proveniente de la droga son lavados en actividades rurales. Algunos de los grandes capos que controlan el negocio declaran dedicarse a la ganadería y poseen modernos ranchos. Inclusive varios de ellos reciben subsidios gubernamentales de programas como Procampo.
A esas expresiones de poder económico en el mundo rural les corresponden redes de poder político en todos lo niveles. Es imposible mantener en producción grandes sembradíos de estupefacientes sin la complicidad de policías y destacamentos militares. Con frecuencia los capos donan recursos importantes a pequeños poblados para construir capillas, perforar pozos de agua y hacer canchas de basquetbol.
Junto con el cultivo de drogas florece la descomposición comunitaria, prolifera el tráfico de armas y se incrementa el alcoholismo. Quienes siembran y cosechan viven permanentemente con el riesgo de ser detenidos y perder sus cultivos. Requieren (y exigen) de la complicidad de quienes no se dedican a esta actividad. Las ganancias que reciben son una pequeña cantidad de lo que obtienen quienes se dedican al procesamiento y comercialización del producto. Con frecuencia son menores de edad quienes se encargan de cuidar y regar los cultivos...