Enrique Lizalde y su ceremonia del adiós

La Jornada, 11 de junio de 2013

Enrique Lizalde fue un artista muy querido. Cada que ponía un pie en la calle, sus fans se le acercaban para pedirle un autógrafo o para solicitarle tomarse con ellas una foto. No parecían importar las edades. Entre sus admiradoras lo mismo había jóvenes y no tan jóvenes. En los restaurantes y cafeterías, las meseras suspiraban por él. Las más audaces le confesaban su admiración.

Su presencia no pasaba desapercibida. Elegantemente vestido con pantalón de casimir, medias botas, camisa siempre impecable, chamarra de cuero y lentes oscuros, inevitablemente atraía la mirada de quienes estaban alrededor suyo.

Fue un hombre de contrastes. Simultáneamente primer actor de telenovelas e intérprete de teatro de vanguardia de contenido crítico, estrella de cine dotado de una vasta e inusual cultura universal, figura pública que conservó celosamente su intimidad, intelectual que dignificó el sindicalismo nacional, hombre de izquierda que trabajó largos años en la televisión privada, Lizalde hizo de su vida un complejo e intenso montaje artístico.

En muchos sentidos fue una figura byroniana. Explosivo, culto y sensible, recio, inteligente y perceptivo, justiciero, sofisticado y educado, temperamental, íntegro, atractivo, fue uno de los últimos portadores del ethos romántico en territorio nacional.

Wikipedia señala erróneamente que nació en Tepic, Nayarit, el 9 de enero de 1937. En realidad, vino al mundo el 25 de abril de 1936 en la colonia Portales de la ciudad de México. Allí, fue compañero de escuela de Carlos Monsiváis, casi dos años mayor que él.

Hijo de Juan Ignacio Lizalde, ingeniero, dibujante y apasionado de la poesía, y de María Luisa Chávez García de la Cadena, vivió una infancia austera en distintos lugares del país. Quiso mucho a Puebla, a la que consideró su ciudad adoptiva.

Enrique Lizalde estudió ópera en el Conservatorio Nacional, donde educó su voz, dotada de un magnífico timbre. A pesar de ello, en lugar de dedicarse al canto siguió el camino de la actuación.

Sin embargo, nunca abandonó a Euterpe. Poseedor de una cultura musical privilegiada, fue, o estuvo muy cerca de ser lo que Theodor Adorno llamó un oyente experto, es decir, alguien capaz de una escucha estructural, que es plenamente consciente de lo que oye y lo asimila con naturalidad.

El actor vivió envuelto por la música clásica. Escucharla, conocerla a profundidad, fue una de sus grandes pasiones. A ella invirtió mucho tiempo y dedicación. Con ella murió. Se despidió de este mundo el 3 de junio arrullado por el Réquiem de Gabriel Fauré...