La Jornada, 17 de diciembre de 2013
Para cambiar el país no hacen falta argumentos ni razones. No se requiere convencer ni consensuar. Basta con vencer. Las nuevas leyes se aprueban a la fuerza. Pasan porque pasan. Esa es la marca de la casa Atlacomulco. Así ha sido siempre en el estado de México. Así fue durante el año que está a punto de terminar.
La imagen no deja lugar a dudas. En los estados, gases lacrimógenos, desalojos y toletazos contra manifestantes que rechazan la privatización petrolera. En la ciudad de México, vallas metálicas y cerco de granaderos y policías federales alrededor del Senado y la Cámara de Diputados. En todo el país, aprobación vía rápida, sin debate, de la reforma constitucional energética.
Para transformar México hay que restaurar la presidencia imperial, sostienen el nuevo PRI y sus apologistas. No importa el desaseo parlamentario, ni llenar la Constitución de parches e incongruencias, ni hacer votar a los legisladores dictámenes que desconocen, ni que el país se crispe aún más. Lo central es cumplir con las instrucciones del hombre de Los Pinos.
Presidencia imperial fue un concepto acuñado por Arthur Schlesinger Jr, historiador y asistente especial del presidente John F. Kennedy, en un libro del mismo nombre, que le hizo ganar el Premio Pulitzer. Enrique Krauze lo utilizó tiempo después para describir la naturaleza del presidencialismo mexicano bajo el reinado del PRI.
Durante 2013, el Ejecutivo ha ido controlando todos y cada uno de los hilos de poder. La lista es enorme. Ha sometido a los otros poderes de la unión a su conducción, disciplinado a los gobernadores, decidido quiénes son los dirigentes de los partidos de oposición con quienes tratará, centralizado aspectos medulares del gasto público para definir quiénes hacen o no negocios, encarcelado a líderes sindicales oficialistas, recentralizado las plazas del sector educativo que eran responsabilidad de los estados y concentrado la adquisición de medicamentos para el sector público.
Desde arriba, sin consulta, la nueva presidencia imperial decidió cambiar el país. Puso a México, aún más, a girar en la órbita imperial estadunidense. Canceló conquistas sociales básicas en el terreno laboral y educativo. Abrió a los poderes fácticos empresariales la puerta para definir la agenda educativa nacional y para participar en el reparto de la renta petrolera.
En plena crisis de representatividad, apoyó una reforma política que fortalece la partidocracia, dándole la facultad de decidir quiénes de sus militantes pueden o no relegirse, suicida al Instituto Federal Electoral (IFE), apuesta por la consolidación de un sistema bipartidista, crea obstáculos de supervivencia casi imposibles de salvar a los partidos pequeños, y, por la vía de la nulidad de la elección, se facilita a sí misma deshacerse de candidatos incómodos...