Don Juan

La Jornada, 05 de junio de 2012

El 28 de marzo de 2001, Juan Chávez Alonso, don Juan para sus hermanos y compañeros, tomó la palabra en el Congreso de la Unión junto a los comandantes zapatistas y otros dos delegados indígenas. Vestido con sombrero, su inseparable chamarra, gabán purépecha y botas de trabajo, se dirigió a los legisladores con su voz de sabio, serena, pausada y firme.

“Somos los indios que somos –les dijo–. Somos pueblos, somos indios. Queremos seguir siendo los indios que somos; queremos seguir siendo los pueblos que somos; queremos seguir hablando la lengua que nos hablamos; queremos seguir pensando la palabra que pensamos; queremos seguir soñando los sueños que soñamos; queremos seguir amando los amores que nos damos; queremos ser ya lo que somos; queremos ya nuestro lugar; queremos ya nuestra historia, queremos ya la verdad.”

Los diputados y senadores reunidos ese día en San Lázaro hicieron como que escuchaban, aunque no oyeron nada. Días después, acordaron una reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas que incumplió los acuerdos pactados entre los zapatistas y el gobierno federal en febrero de 1996.

Para don Juan el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés fue una traición del Estado mexicano a los pueblos indios. Una más. Una deslealtad similar a la reforma al artículo 27 constitucional con la que se legalizó la apertura al mercado de tierras de la propiedad social.

En el Congreso Nacional Indígena (CNI), la organización india más amplia y representativa del país, don Juan fue, hasta su fallecimiento, el pasado 2 de junio, un hermano mayor. Fue una de las más importantes autoridades morales del movimiento indígena nacional; en su nombre habló en múltiples foros y conferencias, recorrió el país y viajó al extranjero.

Nacido en la comunidad de Nurío, en Michoacán, hace 71 años, casado y padre de siete hijos, técnico agropecuario, agricultor especialista en educación indígena, investigó y reflexionó sobre su pueblo, la nación purépecha. Fue un sabio. Se expresaba fluida y articuladamente en castellano y en purhé. Siempre estaba dispuesto a escuchar y a explicar con enorme paciencia lo que se le preguntaba.

Con los pies puestos en las raíces de su comunidad y la mirada divisando el horizonte zapatista, don Juan fue un formidable traductor cultural entre dos mundos. Escucharlo era un acontecimiento. Simultáneamente representante comunitario y líder nacional, sus pláticas eran verdaderas cátedras en las que, para referirse al mundo indígena, hablaba simultáneamente de historia de los pueblos originarios y de México, hacía reflexiones lingüísticas, analizaba conceptos jurídicos, descifraba la destrucción ambiental en clave de barbarie capitalista, explicaba cuestiones agrícolas y emitía agudos juicios morales...