La Jornada, 14 de junio de 2011
Entre el 4 y el 10 de junio se realizó la Caravana del Consuelo. Poco más de 500 personas recorrieron casi 3 mil kilómetros de distancia, cruzaron 12 estados de la República y celebraron actos públicos en nueve de ellos. A su paso, durante esos siete días, cientos de madres, esposas e hijos dieron testimonio de su dolor.
Caravaneros y víctimas buscaron en su recorrido el alivio de la pena, rabia y fatiga que aflige y oprime su ánimo. Al hacerlo, echaron a caminar una devastadora y auténtica crítica del poder nacida de la vivencia y la evidencia del sufrimiento injusto.
A su lado, miles de ciudadanos acompañaron a las víctimas en mítines, encuentros y reuniones. Mostraron así que, como decía Theodor Adorno, nuestros juicios valorativos más elementales se fundan en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de otros.
Si el agravio es el perjuicio sobre el cual la víctima no puede rendir testimonio porque no es escuchada, entonces la Caravana del Consuelo fue, de entrada, un acto de justicia, la reparación inicial de un agravio donde los afectados hablaron y obligaron a que se les escuchara. Lo fue, porque su testimonio incursionó en la vida pública, en el imaginario, en las vivencias y concepciones de la política, y al hacerlo derrumbó las barreras que segregaban a las víctimas el derecho a comunicar a los otros las ofensas sufridas.
La Caravana del Consuelo –como antes la de la Paz– comenzó a abrir las puertas del diálogo. Lo hizo sin tener que renunciar a su idioma, o más bien, construyendo su propio lenguaje sobre el camino. Si, como afirman Deleuze y Guattari, es el déspota quien hace la escritura, es la formación imperial la que hace del grafismo una escritura propiamente hablando, la caravana ha logrado decir ¡no! a ese vocabulario. En una época de confusión y perplejidad, en un momento de miedo y desconfianza, ha tomado la palabra sin permiso y dicho algo distinto de lo que hasta ahora se había expresado sobre la militarización del país. La caravana ha conquistado para las víctimas de la guerra contra el narcotráfico simultáneamente el derecho a hablar y la legitimidad de su discurso.
En el catálogo de aflicciones que se levantó a lo largo del trayecto y del diálogo y la firma del Pacto Nacional Ciudadano con el que culminó la travesía en Ciudad Juárez, fue evidente que la voz del dolor tiene rostro de mujer. El desgarrador coro de sus lamentos mostró que, además de víctimas de la violencia, ellas enfrentan la adversidad de su condición de género, de su falta de poder, el ser botín de guerra...