Javier Valdez, contar la vida en medio de la muerte

La Jornada, 16 de mayo de 2017

Para Javier Valdez Cárdenas contar el mundo del narcotráfico, esa sucursal del infierno en la tierra, era como ser un nuevo Pípila cargando una enorme losa sobre las espaldas. Era su tarea como periodista.

Para él, era eso o hacerse tonto. “No quiero que me digan –me explicó una mañana de octubre del año pasado en Ciudad de México– ¿qué estabas haciendo tú ante tanta muerte? No quiero que me recriminen: ¿si eras periodista, por qué no contaste lo que estaba pasando?”

Para llevar esa pesada carga a cuestas, recurría al diván del sicoanalista que le ayudaba a administrar el dolor y la tristeza, al cobijo familiar, a los cuates entrañables, a la amistad y calidez de sus colegas, a bailar solo y a los whiskies sin agua mineral ni hielo. Y, cuando el insomnio devoraba sus sueños, echaba mano de algún antidepresivo.

Como le sucede a todos los periodistas que narran el mundo del narco desde sus entrañas, Javier vivía siempre en riesgo, y cuando sentía que el peligro que lo acechaba era demasiado grande, cambiaba sus rutinas, se resguardaba, cuidaba los lugares adonde iba y decía que se dedicaba a chambas diferentes a la de ser reportero o escritor. Igual sabía que, hiciera lo que hiciera, si querían hacerle daño, nada lo iba a salvar.

Personaje que parecía nacido de una novela de Charles Bukowski, autor al que admiraba junto a Rubem Fonseca, César Vallejo y Pablo Neruda, Javier hizo del periodismo y la escritura su vida. No le importó que fuera a ratos una faena desconsoladora y pesarosa. También era su desahogo.

Desde pequeño, la violencia fue para Javier Valdez, como para muchos otros vecinos suyos, parte de su cotidianidad. Creció en medio de ella. Sinaloa, su estado natal, ha vivido casi 100 años alrededor de la droga. El narco se impuso allí como una forma de vida que atraviesa la economía, la política, la justicia, la sociedad y la cultura. Y en los años recientes creció tanto que se metió a todos lados. No es sólo un asunto de los gomeros de la sierra. Viven de él parientes, amigos, padres de los compañeros de los hijos en la escuela, empresarios o la dueña del estanquillo de la esquina en la ciudad.

A los 20 años, en Culiacán, tuvo su primera experiencia amarga con los malosos. “Era muy morro y trabajaba en una marisquería –le contó a Blanche Petrich. Uno de esos cabrones, un bato de sombrero, botas, cinturón piteado, quería que le citara con engaños a una jovencita porque le gustaba. Me amenazó con que si no lo hacía me iba a matar. Yo le platiqué a los dueños. Me dijeron que no me preocupara, que no iba a pasar nada. Y no pasó. Pero ahí conocí el abuso, no sólo contra mí, sino contra la muchacha esa. Y me percaté que yo, frente a una situación de abuso, brinco, me encabrono, me dan ganas de correr y contárselo a alguien. Pero también me di cuenta que no todos reaccionan así, a muchos les vale”...